1/52. 4 Abriles: multiverso, ¿eres tú?
Cuando era niña, no supe lo que era conocer una tocaya. Una de verdad, porque tengo dos nombres, y el segundo, que nunca uso mas que para firmar documentos legales y muy de adulto, ha encontrado varias a lo largo de mi vida. Sin embargo, el que uso es el primero, Abril, y mis únicas tocayas durante mucho tiempo fueron una reportera amiga de cuatro tortugas mutantes, una cantante de pink punk canadiense y una actriz española que tenía el mes de apellido.
Este tipo de soledad —que no duele ni te hace más cínica, simplemente aprendes a que existe y es todo— comenzó a disiparse, pero de manera indirecta. Abril siempre fue otra persona que era amiga, pareja, prima o vecina de alguien que yo conocía. Aparecieron en mi entorno lejano la Abril poeta, la Abril cineasta, la Abril sabequé, siempre rondando el sistema planetario personal, aunque sin involucrarse, sin causar cambios en la atmósfera. Qué fantasía tener una amiga con el mismo nombre, me decía, como si ya me hubiera resignado a que no pasaría nunca.
Hasta que te enteras que hay otra Abril, que también escribe, le gustan los gatos, ilustra y tiene un podcast que hace con una amiga. El primer contacto que tuvimos fue por cuestiones de trabajo: la invité a hacer la ilustración de un gato para un libro que hablaría, pues, de gatos. A partir de ahí se comenzó a tejer una amistad cimentada en libros, dolores de corazón y música. Además de su inmensa generosidad.
Esta tocaya, Abril Castillo, escribió Tarantela, una novela que siento que no podría haberla escrito yo nunca, y al mismo tiempo me pareció que debía leerla porque alguien pudo convertir en una historia muchos de los agujeros que tengo en la panza, los pulmones, la memoria y el corazón. No por nada ha sido una de las más leídas en Bookmate durante el 2021: ajúa.
Y luego me di cuenta de algo: desde hace años, quién sabe desde cuándo y bajo cuáles circunstancias, tengo el contacto en Facebook con otra Abril que escribe, crea contenido, comparte artículos, anda en bicicleta, toma cerveza, tiene gato. Casi nunca hablábamos, a pesar de los likes o los shares a las publicaciones de una y otra, hasta que me preguntó dónde comprar uno de mis libros. Se le ocurrió una buena idea: intercambiar un ejemplar mío por un ejemplar suyo; es el tipo de propuestas que me cuesta negar. ¿Abril regalándole a Abril lo que escribió? ¿Se dañaría de alguna manera el continuo espacio-tiempo, o es apenas una fractura en el vitral del universo? Arriesgamos esta dimensión, nos vimos en Chapultepec e hicimos los honores, y el mundo no empeoró.
¿Ya leyeron su Niños de los noventa? Ha sido una exploración emocional que demuestra que los que recién cumplen 30 y los que ya tenemos un pie en los 40 tenemos más en común de lo que nos atrevemos a admitir. Los textos «Un hueco en el corazón con forma de gato», «Mamá, ¿son cohetes?» y «Supe que estaba deprimida el día que vi a mi perro y no sentí nada» viven ya en mi cabeza sin pagar renta, para siempre.
Hubo una época en que me incomodaba cuando mi interlocutor hacía mención de otra Abril. Era como si me desdoblaran en contra de mi voluntad, sin aviso ni anestesia. O como si me acusaran de algo. «No, yo no fui de viaje a ese país y no hice esas cosas», era mi primer reflejo cuando contaban la anécdota de la Abril ajena. Es que no estaba acostumbrada a tener tocayas.
Ahora tengo dos: Abril Castillo y Abril Romero, y, además de una ligera sospecha de principios de esquizofrenia que se borra cuando recuerdo que ellas sí tienen sus vidas y recuerdos particulares, lejos de mi cabeza, no hay sentido de extrañeza. Más bien ya entiendo a Milhouse y su contraparte de Shelbyville, cuando se reconocen al dejar de sentirse tan solos, pero en lugar de dos, somos tres.
Mi última misión es descubrir el misterio de la Abril Posas que, según me dijeron, participó en la Semana de las Mujeres Barbudas en 2005, organizada por Cristina Rivera Garza y Amaranta Caballero, y ya puedo dormir en paz.