12/52 Acto protocolario
El 23 de abril, Día Mundial del Libro y arranque del año en que Guadalajara es declarada Capital Mundial del Libro (sea lo que esto signifique), me invitaron a compartir lo que es la narrativa y la lectura para mí, como un exhorto a que la gente tome un libro, a ver qué pasa.
Como soy medio tramposa, voy a utilizar ese texto para tratar de emparejarme en el #52WeekWritingChallenge y a quien no le parezca, nos agarramos a madrazos afuera del Little Ceasar’s que está junto al 7–11 de Díaz de León y Vallarta. Arre.
*se aclara la garganta*
De niña supe que existían los libros porque mi madre siempre llevaba uno en la mano que no tenía un cigarro.
Vivir en Guadalajara le daba las ventajas de más opciones para hacerse de libros, porque el gusto por las letras lo adoptó de mi abuelo, allá en Michoacán. Mi madre compraba libros en la única Gandhi tapatía de entonces, en Sanborn’s, en las librerías de viejo del centro, en los puestos de periódicos y en el súper mercado. Seguía las ediciones de Círculo de lectores y gracias a ella pude leer La historia sin fin, Las edades de Lulú, El nombre de la rosa, Pedro Páramo y El Perfume en ediciones de pasta dura con texturas de colores.
La experiencia lectora me comenzó en la niñez gracias a mi madre, desde su propio ejemplo: enfrascada en una lectura con ceño fruncido y el cigarro consumiéndose junto a su café a media mañana de domingo.
También al leerme cada noche, imitando las voces de los personajes de las historias que elegía para el ritual y, sobre todo, porque un día no hubo caricaturas en la tele y me puso Mujercitas en el regazo. Me gustó tanto su recomendación, con mejor tino que cualquier algoritmo de Netflix, que cuando lo terminé le pedí que me sugiriera otro, y otro y otro.
Durante un año, a principios de la secundaria, fuimos una vez al mes al puesto de revistas mejor surtido de Plaza del Sol por un ejemplar vertical de Mafalda. Tengo los doce porque mi madre me inculcó la lectura.
Por mucho tiempo soñaba con ir a las librerías a comprar libros a destajo, pero la verdad es que no es que tuviera tiempo, energía, dinero o rapidez para leer todo lo que hay.
Luego entré a la universidad y supe que existían libros con forma de fotocopias y formato PDF. Cuando no tienes capital para vivir cada día como si fuera el Día Mundial del libro, ese contrabando de los pasillos de la escuela (y luego a través de sitios web, grupos de Telegram o archivos de Google) es el mercado negro que te acerca a títulos que, de otra forma, no sabrías que existen, como El Eternauta de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López, o Confesión de media noche, Georges Duhamel. Aunque a muchos no les gustará admitirlo, sé que todos los que estamos aquí hemos leído «ilegalmente», lo que hace mucho se declaró un bien común de la humanidad.
Mentiría si dijera que ya me acabé los libros que he descargado, que me regalaron, que compré, que cada vez hacen la torre en mi mesa de noche más alta e inestable, o que ya devoré los que me heredó mi madre, quien hasta antes de enfermarse seguía haciendo listas de títulos deseados en su perfecta caligrafía, como si creyera que viviría tantos años para leerlos todos.
Aprendí que las listas de libros son una forma de esperanza, un acto de fe, y llevar nuevos ejemplares a casa es como nos prometemos más vida por delante, aunque el tiempo se encargue de demostrarnos que, cuando estamos afuera de las historias, tenemos muy poco poder sobre nuestro destino.
Me enamoré de la literatura, especialmente de la narrativa, gracias a mi madre. Y decidí comenzar un mapa a partir de sus libros, que, ellos lo saben, han sido mi guarida en más de una ocasión.
Quizá porque soy muy mala para crear vínculos largos en lo cotidiano, compartir una historia ha sido mi mejor estrategia. En algunos casos funcionó infaliblemente, y lo digo con mucho agradecimiento a las letras. Sé que no soy la única que demuestra su cariño a través de los libros que recomienda o los textos que dedica tímidamente.
Hoy estoy acá y no en otro lado, así que de alguna forma este camino se sigue trazando, y espero que cada nueva lectura me indique otros trechos que me lleven muy lejos o muy cerca, a otras ciudades, otras personas, otras preguntas, quizá algunas respuestas. Y, con suerte, logro tender un hilo transparente para que alguien más lo tome y encuentre la salida de este laberinto que llamamos vida.
Mientras tanto, si es cierto que no existe algo más allá de la muerte, nos seguiremos encontrando leyendo, a pesar de que este calor abrazador, una pandemia o la próxima guerra nos transforme en cenizas.