12/52 La gente sin gatos
Dicen que los gatos son gatos desde hace miles de años. Que tal vez no sufrieron un cambio como el que los lobos tuvieron para convertirse en perros: no hubo un sometimiento que los hizo más mansos, obedientes o complacientes. Los que no tienen gatos entonces piensan que son ingratos, indiferentes, independientes. Traicioneros.
Esa gente nunca ha tenido un gato, evidentemente. Es cierto que los gatos no necesitan que los saquen a pasear, porque si ven la ventana abierta se van y regresan pronto o tarde, cuando decidan. También es verdad que no hay que andarles cuidando la ración de la comida porque se controlan y no desaparecen la comida del plato en dos segundos. Y nadie puede negar que muchas veces los humanos intentamos acurrucarnos con el michi una tarde lluviosa para descubrir que él no estaba de humor y que mejor se escondía un rato en su parte favorita del clóset.
Sin-em-bar-go, un gato, si así lo desea, exige su lugar en la cama a las 6 de la mañana porque ya estuvo y es momento de un arrumaco. Cambia el maullido para sonar más dulce cuando necesita que se le tome en brazos y se proceda a mecerle mientras pone una pata en el pecho del padre putativo y cierra los ojos en la seguridad de sus brazos. Chilla agudo cuando no encuentra la ventana abierta o, simplemente, los humanos no están a la vista y de pronto se siente solo, abandonado, en la inmensidad de un departamento de una habitación o en una restrictiva casa de dos pisos que no tiene salida a la azotea. Se pone panza arriba para que el elegido le sobe el suave pelaje unos segundos antes de clavarle los colmillos. Se acerca a la puerta de entrada para recibir a la gente con ligeros saltitos o un maullido de bienvenida.
Sabemos que los gatos se estresan por una lista tan ridícula que cualquier ser humano la aceptaría sin chistar: «Sí soy», diría sin el menor atisbo de ironía. Los angustia el calor excesivo, que les cambien el sillón de sitio, que haya más personas de lo regular en casa, que llegue una nueva criatura a compartir vivienda, que les cambien la comida, que el arenero no esté lo suficientemente limpio, que los lleven al veterinario, que los obliguen a tomar medicina para contrarrestar los síntomas de su estrés, que la gente con la que viven esté estresada porque hace mucho calor, porque no les gusta cómo se ve el nuevo sillón, que haya más amigos de visita, que el perro y el gato se tengan que llevar bien, que el médico diga que hay que cambiar la dieta porque eso de comer sándwiches de queso y coca-cola no es bueno para la salud, que el sarro del baño no se quite fácilmente, que los precios de la terapia no alcancen para quitarse esta opresión en la espalda que acorta la respiración día a día, que la pareja está estresada porque el gato está estresado porque quién sabe por qué podría sentirse así un animalito que no tiene que hacer nada excepto hacer miau-miau para entregarle todo.
Y si hay un enfermo en casa, se acomoda cerca para aliviarle la existencia con ronroneos.
Los gatos rasguñan el sillón, matan pájaros aunque estén en peligro de extinción —¿especialmente si están en peligro de extinción?— y tienen esa expresión pasmada que no permite descifrarlos fácilmente. Pero vivir con ellos dos días es suficiente para entender por qué los que dicen que los gatos no son buenos, que hacen daño, que dan pena, que se acaba por llorar son, nada más, gente sin gatos: sin pelos en su ropa, sin un dios miniatura mirándoles desde arriba del refrigerados, sin despertador de madrugada, sin compañero de juegos, sin ofrendas de cucarachas muertas en la cama, sin la ternura de un leoncito que pone la pata en la mejilla con las uñas bien guardadas para no hacer daño.
Qué triste, de veras.