15/52 Cuando tampoco es el cuerpo
Era inevitable ver el cuerpo de otra chica y compararlo con el mío. Como un acto reflejo, sucedía sólo con aquellas de quien envidiaba algo: la estrechez de la cintura, el largo de sus piernas, lo plano de sus estómagos. Con el tiempo, y a medida que consumía más revistas, películas, series y videos musicales, aprendí a identificar rápidamente los detalles que iban a recordarme lo que mis medidas estaban mal: la definición de la quijada, los pómulos elevados, la nariz diminuta, los brazos largos, las caderas huesudas, los muslos separados por un abismo grandísimo, como para dejar pasar el sol como en aquella portada de Fatboy Slim, paraíso que nunca alcancé.
Durante mucho tiempo pensaba que la clave estaba en el cuerpo. Si lo moldeaba como yo deseaba, imitando al de las bellezas del momento, la felicidad sería más fácil de alcanzar. La única oportunidad real que tuve (porque ni las dietas, ni el jazz, ni el ejercicio, ni mis intentos malogrados de desarrollar una anorexia) de tener ese cuerpo fue después de tres meses en cama, en recuperación de un choque con el que me rompí la cadera. Cuando el médico me dijo que ya podía empezar a caminar otra vez, no sólo casi me desmayo por la debilidad, sino que me vi en el espejo y descubrí que la talla chica podría ser una realidad en mi clóset. Fue la dieta que sí logró resultados, pero en verdad no la recomiendo. Estar en cama hasta para cagar es tan humillante como desesperante; la depresión me obligó a pasar la mayor parte del tiempo dormida.
Mantuve esa talla perfecta, la chica, durante algunos años. No sirvió de mucho. No fue cierto eso de la felicidad sencilla, porque siempre hubo una chica con quién compararme y mil maneras de ser miserable. Una parte estaba en mi cabeza, la otra en los demás. En el novio que decía que le gustaba más desde que había pasado el accidente o los comentarios de las amigas de mamá que anunciaban que ahora sí estaba delgada. De todas formas había un recordatorio en la memoria que me dijo, todos los días, que ni estaba la separación en los muslos ni los huesos marcados en toda la espalda. No era suficiente.
Pero no era sólo con el cuerpo. Era también con el dinero, la universidad, el trabajo y los planes. Con los cuentos, las convocatorias para becas, el envío de solicitudes de trabajo y los amigos. Una inventaba el laberinto, cada vez más complicado, con miles de puertas y ninguna salida, ninguna respuesta, nada de mapas: de una punta a otra, viendo el reflejo deforme en espejos de todos los tamaños.
Cuando volví a subir de peso, el hombre que estaba conmigo en ese momento se burló de mi estómago. «Tal vez así entiendes que necesitas hacer ejercicio», me dijo cuando le pregunté por qué tenía que ser tan cruel. Días después intenté destruir su estudio de grabación, pero apenas me atreví a romperle unos vidrios y los cuadros de los muros. No, no era por el cuerpo, era todo lo demás acumulado.
Delgada fui miserable.
Con sobrepeso también.
Sin embargo, he tenido largas estancias en la felicidad, donde olvido que mi cuerpo no es más que el método que tengo para llevar mi cabeza de habitación en habitación, como bien definió John Mulaney. Ojalá esa sensación fuera más duradera, ojalá no hubiera esos focos que hablan de lo que otras personas ven y piensan cuando aparecemos con toda la humanidad en un espacio, ocupando el lugar frente a ellas mientras nos desean, nos envidian, nos aborrecen, nos ignoran o quisieran destruirnos.
Sé que escribo esto porque es uno de esos días en que mi cuerpo no luce como lo imagino a veces en mi mente. Cuando me pasa, me obligo a recordar que cuando era más delgada no tenía la autoestima más sólida, ni estaba conforme y me costaba tomarme fotos también. Es decir, tampoco es el cuerpo lo que me impide ser feliz, así que más vale dejar de castigarlo por no cambiar de un segundo a otro, a pesar de mí y de todos los que gustan opinar sobre lo que debería hacer al respecto.