15/52 Problemas de lectoras
Hace unos años intenté crear una serie de bocetos que retrataran los problemas típicos de lectores. Hice unos 10, pero publiqué en mis redes apenas como 7. Me divertía hacerlos porque me burlaba de mí misma, que es una de las actividades que me deleitan mucho por distintas razones: me ayudan a sacudir el drama de una situación dolorosa o incómoda, lo siento como un ejercicio para moldear la realidad a mi gusto (que luego intento traducir en lo que escribo) y, para qué lo niego, sé que si me burlo de mí misma no vendrá alguien a mi muro a quejarse de que estoy «normalizando» algo. También vi el especial Nanette y estoy de acuerdo en todo lo que Hannah Gadsby dice ahí, pero a la vez sí volteo los ojos cuando digo que tener hijos es cosa del demonio y llegan las madres orgullosas a comentar pasivo-agresivamente que ellas ya encontraron su razón de vivir y que son felices. Pero ya me salí del tema.
Dejé los problemas de lectores porque me causé otros y ya sólo se convirtieron en anotaciones en mi aplicación de notas, nada más. Por ahí vi que alguien compartió contenidos en Instagram con ese nombre —¿se habrá inspirado en lo que yo hice o es solamente una coincidencia? No importa, porque el Atlas está ganando campeonatos, una señal que me quiere empujar a endeudarme con algo choncho, que seguro el mundo ya se acaba— y otro problema de lectora que se me desbloqueó en la memoria tiene que ver con lo que otras lectoras sienten de vez en vez. No es mi intención hacer a un lado a los hombres (a veces sí: esta ocasión no es con ganas), aunque hay que reconocer que los problemas que describiré no le interesan tanto a ustedes, los vatos, porque o en verdad no creen que sea importante o porque saben que son parte de ese problema. No hay tercera opción, lo siento.
Estoy hablando de cuando te enteras de que la editorial que te gusta, o que publica a tus autores y autoras favoritas, es señalada por malas prácticas laborales y de convivencia con sus colaboradores y colaboradoras. ¿Qué haces? Cuando es un sello que apenas consideras en tu lista de libros pendientes, es sencillo darle retuit a la denuncia o dejar de seguirlo. Pero si es aquel que has defendido y apoyado durante años, hay algo más que el enojo de descubrir (aceptar, reconocer, dejar de negar, mirar de frente; hay diferentes sacos para diferentes talles) que lo que criticabas en otros lugares pasaba, igualito, en tu lugar seguro.
Luego hay casos de promotores de literatura que resultan ser una sanguijuela más del pantano, buscando treparse al trabajo, talento y reputación de escritoras para cobrar talleres, crearse una persona en redes sociales y pararse el cuello como aliado —duele aceptarlo, así que digámoslo todas al unísono para sentir menos feo: si se vende como aliado feminista, es que es misógino de clóset. Y sí: aplica siempre, no nos engañemos—. Las historias llegan a cada rato.
El regusto es a decepción. Uno que cuesta trabajo identificar cómo se retuerce en la lengua, encontrarle las palabras adecuadas para después actuar según el propio instinto: ¿vomitas, te lavas la boca o con un sorbete es suficiente? Es muy difícil evitar no sentir un poco de traición por otras lectoras que guardan silencio al respecto o muestran apoyo al sello denunciado. Pero, de nuevo, ¿se trata de molestarse con quienes toman esa decisión o escarbar dentro de una, que es todavía más incómodo? En esta entrada del reto de las 52 semanas no intento encontrar la respuesta a ninguna de estas preguntas, o que alguien llegue a indicarme el camino. Más bien busco vaciar las vocecitas que me rondan cuando descubro que eso de unirnos por una causa es muy complicado porque requiere mucho esfuerzo, en todos los frentes, y casi nadie tiene ganas.
Lo más duro es planear tu propia estrategia. Los problemas de lectoras no son los mismos que los problemas de lectores, porque se convierten en acontecimientos que te recuerdan que, no importa si primero estás en una agencia, un bar o una escuela: todas las industrias son industrias de hombres, y ese mundo es en realidad un universo que no es tan fácil derrumbar, especialmente porque a veces piensas que sólo existe una herramienta útil —la dinamita que vuela en mil pedazos los cimientos—, cuando la verdad es que algunas lectoras optarán por otras. Va a costar entenderlo, y yo no sé si todavía lo he logrado.
Me gusta decir que no consumo en ciertos lugares porque conozco las historias de terror que padecen sus colaboradores. Pero tengo un iPhone y compro tenis Nike. Quiero decir que no tengo, bajo ninguna circunstancia, autoridad moral absoluta. ¿Quién la tiene? Nadie. Sin embargo, esa no es la cuestión, pues el sistema está jodido (no parafraseo a Lisa Simpson, sino a The Good Place, cátedra de filosofía y ética disponible en Netflix).
En los últimos años he comenzado a reconocer que la coherencia funciona cuando una diseñadora crea la identidad de una marca o una escritora mantiene el tono a lo largo de su novela. En la vida real esa madre no existe. Pero sí es cierto que establecemos límites, fronteras, altitudes, pestilencias, con las que decimos: ahí no, de esa manera no se arma, no abriré esa caja. Muchas veces no va a coincidir con las de otras lectoras que, de tanto aguantarse la respiración en otras ocasiones, ya tienen los pulmones bien entrenados para seguir navegando en este río de aguas negras.
¿Eso significa que todas las lectoras tenemos que navegar en esas mismas aguas negras?
A veces recuerdo a mi abuela diciendo que, a pesar de tener una horrible relación con mi abuelo, no se divorció porque no era lo que se usaba en su época. O cuando profesoras acotaban al final de una anécdota machista que así es la cosa en la academia. No se me olvida que otras lectoras decían que qué caso tenía levantar la voz si ya todo mundo sabía cómo funcionaba la maquinaria, no iba a cambiar. Ojalá pudiera demostrarles que no es cierto, que sí cambiará. Pero hay ciertas mentiras que ya no me gusta decir en voz alta.
A veces, no siempre, pero sí en varias ocasiones, las lectoras recordamos por alguna razón, que todo lo que hacemos las mujeres puede (¿debe? Tal vez no, tal vez lo es sin nuestro permiso) ser un acto político. Dejar de comprar a una editorial para reivindicar a las personas víctimas (no entiendo a la gente que no le gusta el término, una cosa más en la que tengo que pensar) de malas prácticas, abusos o actos criminales para castigarle en donde más le duele a cualquier negocio: los ingresos, significa dejar de leer a las autoras (y autores, cómo no) que merecen o deseamos leer, interrumpiendo el flujo de sus letras a más gente o cerrar otro espacio en donde más mujeres pueden publicar. ¿Que se queme el barco o nomás que tiren al capitán al océano? ¿Y si la tripulación que queda de todas formas hunde la nave?
En las últimas semanas he leído a lectoras que explican muy bien por qué hacen todo, por qué no hacen nada o por qué no nos debería importar si lo uno o lo otro. Estoy casi de acuerdo con todas; con las que no coincido todavía no sé las razones precisas, porque no he podido nombrarlas. Lo que me inquieta es que esta doble victoria del Atlas provoque el fin del mundo antes de que logre traducirlo a palabras, aunque en el fondo sí deseo que ya se acabe todo de un borrón súbito. ¿Es eso triste o ligeramente optimista?
Me doy cuenta de que sólo hay una certeza que no se me derrumba, que me la juego para asegurar que es la de todas, otras, tantas, muy, lectoras: seguir leyendo lo que ya está en la mesa de noche. Nomás añado: y acariciar al gato que todavía me queda.
A veces pienso: recordemos que las lectoras pueden exigirle a la industria mejores ediciones, catálogos más amplios, precios asequibles, acercar a las escritoras a su público y, aunque no sea parte de su oficio, mejores condiciones de trabajo a quienes están en las editoriales. ¿Es obligación de las lectoras hacer estas exigencias? Eso va a depender de cada una, y no hay nada más que hacer.
Se ha dicho mil veces: la buena suerte de algunos no enmienda los errores, omisiones o malas prácticas de los otros. Pero la empatía no es algo común en los seres humanos, y tenemos que vernos afectadas para que nos importe en serio, lo he comprobado otras mil veces.
Aún no soy capaz de decir lo que quiero decir, el retortijón en el estómago lo demuestra. ¡Y eso que todavía no le entro a los problemas de escritoras! Qué nervios.