(2/52) Vida de fantasma
Dicen que cuando la pandemia empezó del otro lado del mundo, a la ciudad de Peña Morada apenas le interesó publicar algún titular en el periódico local y nadie buscó en Internet qué era eso del murciélago y la tos peligrosa.
Hubo un día, uno entero, a la mitad de febrero, en el que todas las personas tuvieron exactamente el mismo pensamiento después de escuchar las noticias de la población de junto, Sacorroto. Los noticieros de la radio y de la televisión, así como las redes sociales de personalidades y medios notables peñamoradoss, anunciaron que Sacorroto había detectado más de quince casos de la rara enfermedad, por lo que declaraba emergencia sanitaria y cerraba todo, hasta las entradas — y las salidas — a la ciudad. En Peña Morada se aguantó el aire un segundo mientras todos se detuvieron: maestros, doctoras, madres a medio parir, cirujanos a punto de hacer la primera incisión de la operación, conductoras del tren eléctrico, niños y niñas que jugaban en un parque en el centro, todos, dejaron de moverse y de inmediato regresaron a lo que estaban con una cosa en la mente. «Aquí no será así».
Pero no existe barreras ni astucia alguna que detenga una fuerza invisible que confía en la absurda superioridad humana. Cerca de inicios de marzo, una señora de 65 años estaba junto a los melones, en el súper mercado más popular de la zona oeste de Peña Morada, y de pronto tuvo muchas ganas de toser. Y toser hizo, llevándose la mano al pecho, sosteniéndose en el carrito de las compras y doblándose dolorosamente. Nadie le cubrió la boca, el rocío de saliva tibia aterrizó en la fruta a su alrededor, y a pesar de que dio un espectáculo notable, el resto de los clientes apenas la recordó. Al menos hasta que la identificaron como la paciente cero de Peña Morada.
Una semana después, la alcaldesa anunció el cierre de los negocios, medidas sanitarias para actividades esenciales, la escuela y los trabajos a distancia, el encierro pues. Y aunque no todos estuvieron muy de acuerdo, no desearon hacer mucho escándalo, porque Peña Morada no era conocida por nada en particular. Es decir, era un sitio en el mapa que existía, pero pocos identificaban por algo en particular. Ni siquiera su nombre, Peña Morada, hacía alusión a un paisaje conocido; se decía que lo habían elegido por una simple combinación aleatoria de palabras, tal y como aparecieron en un tablero de Scrabble del siglo XIX, a pesar de que todos saben que el juego de mesa es un invento del XX ya bien entrado.
Peña Morada se detuvo por completo. Todas las luces, las voces, los gritos, los ladridos y, en general, todos los ruidos se fueron adentro de las casas y departamentos. Pocos autos quedaron en movimiento por las calles. Ya no había tantos paseadores con sus perros al atardecer, los niños preferían quedarse jugando dentro de su cuarto. Allá afuera, entonces, reinó una nueva tranquilidad que pocos habían conocido.
Sin embargo, algo comenzó a suceder. De detrás de los árboles más frondosos del parque principal las sombras se sacudieron de una forma distinta. No eran animales nocturnos o gente extraviada: eran fantasmas que sintieron curiosidad por el silencio repentino.
Primero tímidamente, luego con la libertad de un perro enjaulado y, finalmente, con la serena felicidad de los que se acostumbran a un modo de vida (¿o merodeo?), los fantasmas retomaron los espacios abiertos. Organizaron partidos de bádminton en los parques. Paseos en patines en las avenidas principales. Clubes de lectura en las rotondas y en las fuentes apagadas. Visitas guiadas por afuera de las casas que asustan, para compartir entre ellos datos sobre la arquitectura, sus antiguos inquilinos, por qué estaban asustando a la familia en turno, chismes de los propietarios, entre otros.
Así que los peñamoradoss experimentaron un gran cambio al abandonar su vida allá afuera para protegerse dentro. De todas formas, no sospechaban que la transformación también pasaba al cruzar la puerta. Un puñado de gente, no lo decía, presentía algo.
Los que habitaban casonas viejas descubrieron que ya no había murmullos en la madrugada por los pasillos, ni puertas que se azotaban con fuerza. Los niños notaron que sus mascotas, gatos y perros principalmente, invertían más de su tiempo mirando por la ventana, aunque no con la melancolía de quien extrañaba perseguir autos o explorar jardines ajenos, sino con atención inteligente — y un poco asustada, también — a un punto ciego, bajo la luz de un farol o en la oscuridad de un callejón entre dos edificios. Las personas que vivían solas ya no se despertaban en un sobresalto a la mitad de la noche con la certeza de que alguien extraño los observaba para encontrarse en perfecta soledad.
No, los vagabundos invisibles se quedaron con las calles, las bancas de las plazas, los columpios y los balancines. Los vivos, y ricos, con las cocinas tibias, los sillones y las tinas de baño. Porque, la verdad, los que todavía construían su hogar con cajas de cartón en la periferia se convirtieron en los nuevos protagonistas de historias góticas. «Mamá, vi una señora que insistía en llevarme a donde encontraron su cuerpo»; «Anoche creí haberme encontrado con una sábana para pasar la noche, pero al tocarla se fue volando y aullando como un lobo»; «Un hombre que lloraba me pidió perdón por despertarme de mi sueño bajo el puente antes de desaparecer sobre el agua». Y claro, a ellos nadie les creía porque no eran los herederos de una mansión maldita por el asesinato de una mujer o un trabajador.
Dicen que, cuando se levantó el encierro, la gente salió con gusto a lo que antes hacía fuera de casa. Pero algo no estaba bien, contaban. Era como si no hubiera tanto cupo en el tren eléctrico, a pesar de que hubiera sillas vacías y no fuera hora pico. Como si, al sentarte en una banca a comer tu almuerzo a medio día, interrumpieras una conversación importante entre dos personas que no estuvieran ahí, que de todas formas se ponían de pie y se alejaban molestas por no respetar su espacio. Los balones ya no rodaban bien en los parques cuando jugaban los niños, o se iban al otro lado como si los pateara un hombre harto de recibir golpes involuntarios. Un columnista lo notó y lo explicó a la perfección — aunque no lo supo realmente — : «si me pidieran que le dijera a un foráneo qué se siente vivir en Peña Morada después del encierro, es así: no sé cómo, pero ocupamos el doble de espacio y ni siquiera subimos de peso. Sentimos que estamos invadiendo, ¿a quiénes? Quién sabe.»
Entonces, en Peña Morada los fantasmas ya no quieren regresar a los rincones oscuros, ni a los horarios nocturnos o a las casas viejas. Tal vez por eso algunos habitantes ya no salen tanto de sus casas. ¿O es porque descubrieron la felicidad de vivir como fantasma? Vaya uno a saber…