2. El hilo invisible que recorre Guadalajara

Abril Posas
11 min readApr 23, 2024

And isn’t it just so pretty to think

All along there was some

Invisible string

Tying you to me?

«Invisible string», Taylor Swift

He visto que existe un hilo invisible que une a las personas, que de vez en cuando nos tropezamos con él y es como una sorpresa cuando ocurre porque lo descubrimos pero también lo recordamos: ya lo habíamos tocado o presentido, solo que la velocidad del mundo nos hace olvidarlo. Para algunas personas, el hilo está tenso la mayor parte del tiempo, saben que es el cordón que puede acercarlas a una conexión más fuerte; para el resto está en reposo, hasta que un día ya no.

Lo he visto.

En los momentos menos solemnes mientras camino por la explanada hacia la cabina para validar el estacionamiento, por ejemplo, con el boleto en la mano y al llegar le sonrío a la chica que levanta los ojos de un libro para estampar el sello que reduce la tarifa. El reflejo inmediato es espiar la portada para leer el título. «¿Te gustó más la película o la novela?», pregunto con una voz delgadita, acostumbrada más al silencio que a hablar en voz alta. Y sin conocer nuestros nombres comienza a explicarme por qué la historia en la pantalla la atrapó y fue el anzuelo para comprar el libro, que tiene muchos más detalles que la película jamás hubiera capturado igual que Jane Austen. Le confieso que no he tenido oportunidad de leer «Orgullo y prejuicio», aunque la adaptación de Joe Wright es de mis cintas favoritas. Me entrega el boleto sellado y dice con la sinceridad más auténtica: «Cuando quieras te presto mi ejemplar». Camino de regreso por la explanada y ella regresa a la lectura, detrás de mí se va estirando un hilo que me une a esta amiga que no sé si vuelva a ver o me atreva a tomarle la palabra. Pero qué calidez me da tener la certeza de que podría hacerlo, si me atreviera.

Cuando iba a la universidad en camión, conocí la envidia al verme rodeada de otros estudiantes inmersos en las lecturas de sus clases, fotocopias casi todas. Ese rato en el trayecto lo aprovechaban para terminar el texto que en el trabajo no podían dedicarle tiempo, que la noche anterior tal vez estuvieron muy cansados para continuar. Yo le pedía al universo que los semáforos estuvieran en verde, que no hubiera otros autos estorbando a la unidad, porque mi estrategia era llegar una hora antes — si lograba escaparme a tiempo del restaurante — , eso de leer en movimiento no funcionaba conmigo, me mareaba y causaba náuseas. El hilo invisible lo buscaba con mis compañeros para llenar los espacios en blanco que eso de cumplir con el «piensa y trabaja» de la UdeG era difícil llenar, a veces para una clase y otras cuando un hallazgo literario me sacudía, pero no sabía bien por qué y buscaba una respuesta en alguien más.

Como lo hacía con mi madre. Ella me mostró ese cordón la primera vez que me leyó un poco antes de dormir, haciendo las voces y todo, la primera vez que me puso un libro en las manos para que me sumergiera en su lectura a mi propio ritmo y luego cuando me dijo que tomara lo que quisiera de su biblioteca. La vi intentar tejer una telaraña o una red con cada ejemplar que compraba después de una visita de tres horas a la Gandhi que estaba en Chapultepec, haciendo más alta la torre de próximas lecturas junto a su cama, como si con eso garantizara que viviría lo suficiente para leerlas todas y las que tenía anotadas a mano en las hojas oficio del escritorio, con una caligrafía perfecta. Con ese hilo nos hicimos más cercanas, nos envolvimos en él y, eventualmente, pude tejerme una bufanda con lo que ella me enseñó que podía hacerse con un cuento, una novela o un poema por ahí o por allá, con los doce números de Mafalda que me compró durante un año entero en la primaria, uno por mes. El hilo invisible no nos hace inmortales, al menos no como quisiéramos que los otros vivieran por siempre, así que no es perfecto.

Pero funciona. Lo he visto. Y otras también, me lo contaron.

Vanessa García Leyva abrió un grupo de lectura en 2012. Lo llamó «Negro y espacial», está concentrado en lo fantástico, el horror, la ciencia ficción y lo policíaco. Eligió los géneros y los temas que siempre le han gustado, pero que no eran parte del repertorio de otras ofertas en esa época, en la que no pensábamos todavía en ir por la calle con cubrebocas o reemplazar el contacto humano con una videollamada. Disfruta mucho hacerlo y sabe exactamente la razón: tiene la oportunidad de leer lo que le apasiona y, además, lo comparte con otras personas. La lectura, si lo vemos con frialdad, es un acto por sí mismo solitario cuando lo haces de adulto, lejos de las escuelas; no será fácil salir a la calle a encontrarte con otra persona que esté leyendo lo que tú tienes en las manos para desmenuzarlo, para lanzar y atrapar hilos invisibles. Así que la solución es crear un club y hacerlo público. Dice la película que «Si lo construyes, vendrán», y poco a poco Vanessa lo ha comprobado. Al principio, la gente que se inscribía no estaba familiarizada con el tipo de historias que proponía, era complicado que aceptaran lo fantástico o lo extraño como una posibilidad. El paso del tiempo, la apertura a lo imposible y, no hay por qué negarlo, las tendencias en el mercado, han ayudado a aumentar los participantes, que ya no sólo tienen la cosquilla por algo más allá de las historias realistas, sino que desean encontrar nuevos autores y autoras para aumentar la biblioteca de obsesiones. Vanessa creó un espacio para que la experiencia de lectura crezca. Gracias a que puede hacerlo en línea, sus participantes tapatíos leen junto a gente que vive en Cuba, Estados Unidos, Chile, Canadá, Perú y otros estados de México; el hilo es tan largo como la conexión a internet lo permite.

O tan lejos como las ondas radiales llegan. Andrea Magaña, conductora de «La tertulia de Minerva», un programa de promoción literaria que se transmite en Jalisco Radio, los lunes a las 3 de la tarde. Andrea es parte de la tercera generación de mujeres dedicadas a la promoción de la lectura. Su abuela, María del Socorro Garavito Jiménez, creó uno con sus amigas en 1986, y desde entonces sus participantes se reúnen, mes a mes, para leer en grupo alguno de los títulos que tienen disponibles en una mesa, y que a lo largo del año se van pasando entre ellas. El programa de radio de Andrea, que ahora también es un club de lectura presencial en la Gandhi de López Cotilla y otro que ofrece modalidad en línea, es una manera de continuar con lo que inició su abuela, aunque además calma una inquietud personal de Andrea: de niña no conocía a más gente de su edad que leyera por gusto. Con cada transmisión de su programa supo que no era la única — nunca lo somos, pero nos sentimos así porque no es tan fácil encontrarnos, a menos que veamos el faro de un libro bajo el brazo de alguien más — , de esa forma tendió su propio hilo, que ha llevado a otros espacios, como bibliotecas públicas en Zapopan y Guadalajara. En ellas ha aprendido que la promoción de la lectura es una buena base para crear comunidades. Sin embargo, necesitan de bibliotecarios dedicados a acercar a los vecinos, y no es tan sencillo. Es una de esas labores que requieren un esfuerzo extra que no siempre está en las energías de quienes son responsables de un acervo.

Es una suerte de vocación.

Es de esas cosas que se hacen porque se disfrutan, a pesar de que hay más obstáculos que soluciones. Gabriela Vázquez lo sabe bien: se le ocurrió abrir una librería en plena pandemia. Suena a misión suicida, pero momentos desesperados piden respuestas del mismo tono, y cuando la vida te da sólo limones, más vale preparar una buena limonada, etcétera. O eso es lo que nos dicen que debemos hacer en momentos difíciles. Gabriela encontró su limonada en una casa abandonada en la Americana y en el cuento «Ojos de perro azul» de Gabriel García Márquez, uno de sus cuentos favoritos que, como todo lo que se convierte en nuestro refugio, no tiene que ser muy complicado ni tan rebuscado. O eso es lo que la tocaya del Nobel de Literatura pensaba. No funciona así, sino que tiende a volverse algo más intrincado. Remodelar una casa tiene distintas etapas, y siempre existe una que pide aprender a desconfiar un poco después de que los primeros trabajos resulten ser una estafa. Darle vida a una librería, por otro lado, abre la puerta a un mundo lleno de facturas, largas cadenas de pedidos de ejemplares con cada editorial que existe en el país y un proceso de administración y permisos que, por desgracia, no cuenta con un sistema de gestión electrónico que haga más manejable el lado menos romántico de un sitio que se puede convertir en el refugio predilecto de cualquier persona que le guste rodearse de libros. Sin embargo existe todavía la buena fortuna: Gabriela cuenta con Arnulfo, su hijo, que estudió arquitectura y aceptó tomar un extremo del hilo invisible para hacer realidad el proyecto de LOPA, que además de tener libros de las grandes casas editoriales que ya encontramos en otros lugares, ofrece títulos de las independientes de Guadalajara, da su espacio para diferentes clubes de lectura, eventos de presentaciones de libros y talleres de escritura. Es un gran ejemplo de cómo un espacio como este es clave en la creación e impulso de lectores, sobre todo en edad adulta, y en la divulgación de esa oferta literaria que no siempre tiene los reflectores que merece, pero que luego ayuda a crear una agenda cultural que puede mantenerse vigente si llega al público que la busca.

Y eso que la gente busca no siempre llega desde una institución oficial, sino de las mismas personas que participan en las actividades. A veces se siente que los espacios más valiosos surgen de esa manera.

Eso lo sabe bien Cecilia Magaña, escritora y editora que también se dedica a la docencia, a la que le consta que publicar incluso en el círculo independiente no es tan sencillo. Desde que dijo que el pasatiempo de la escritura se convertiría en algo más serio, por allá de 1998, y entró a la SOGEM para buscar esa hebra de la creación que pudiera jalar para sujetarse a ella, ha participado en varios esfuerzos para abrirle la puerta no sólo a su narrativa, también la de otras personas. Siguiendo la inspiración de otras mujeres como Carmen Villoro, Laura Solórzano y Karla Sandomingo, que estuvieron al frente de la revista Tragaluz de 2002 a 2006, Cecilia primero creó con sus compañeros de la SOGEM la revista Masmédula, que vivió un solo número.

El hilo no se rompió nunca, de eso estoy segura, porque no mucho tiempo después, se involucró en el Programa Nacional de Promoción de Lectura para promoverla entre sus alumnos de clases de inglés de primaria y luego para dar cursos en la librería del Fondo de Cultura Económica. Gracias a esas capacitaciones se hizo de estrategias para armar su cursos de creación literaria, porque no es secreto que para escribir hay que leer, y en estos talleres hay mucho de promoción a la lectura, especialmente porque se preocupa de darle salida a los textos que sus alumnos producen bajo su guía. No perder el hilo invisible significa encontrarle el camino correcto para que siga conectándose con otros hilos, aunque eso implique encontrarse en ciertos nudos.

Después de la experiencia con la revista de la SOGEM, lo intentó de nuevo en 2009 al tomar el taller de Luis Fernando Ortega, quien propuso editar un libro con lo que se produjo en esa época, que se convirtió en una antología. Después, cuando ella estaba al frente de su propio taller, planeó publicar ocho plaquettes con textos de sus alumnos, con el apoyo de Proyecta. No la hubiéramos juzgado si desertaba al no ganar la convocatoria, pero estamos hablando de una escritora que ha tenido que escuchar de otros colegas que por ser mujer no debería incursionar en ciertos géneros, como el western, aún cuando ya lo ha hecho con pruebas contundentes: Old West Kafka, novela publicada por Paraíso Perdido. Pero no quitó el dedo del renglón y se unió a su amiga Ada Cabrales, que además es parte del taller, para darle vida a Atípica Editorial. Desde su lanzamiento hace casi seis años, han publicado textos de tirajes cortos, como Quema de cuervas. Un cuento de hadas esquizoide, de Gabriela Torres Cuerva, un libro objeto con ilustraciones de Guillermo Osuna, y La geometría absoluta, de Mario Heredia. Su apuesta no es convertirse en un negocio, sino editar libros bien cuidados para que encuentren a sus lectores dedicados. Con Editorial 2628, por otro lado, la intención es llegar a un público más amplio. Es el proyecto más reciente en el que se involucra, y su nombre hace referencia al número de la casa donde se reúne con su taller literario que ya cumple 10 años. Ha publicado tres títulos por el momento — Tarjetahabiente, de Iván Soto Camba; Líneas imaginarias, de Roberto Ramírez Flores; El arte es un gato, de Javier Rizzofernández — que comienzan a distribuirse en librerías como LOPA o Impronta, y fuera de Jalisco a través de su tienda en línea y algunos puntos de venta en estados como Puebla.

He visto el hilo invisible al coincidir con algún lector mientras busco un libro y de pronto nos recomendamos títulos de una misma autora o género. La fuerza de ese hilo lo conozco gracias al trabajo y experiencia de mujeres que dedican todo su tiempo a llevar la lectura fuera de los libreros propios hacia las manos de niños, jóvenes y adultos, alrededor de una mesa o frente a una pantalla de computadora, mientras hay una tormenta allá afuera pero un cuento o una novela sigue siendo más importante que cubrirse del agua. Cuando Guadalajara recibió el nombramiento de Capital Mundial del Libro vimos algunos sectores convertirse en escaparates de la literatura. Se abrieron oportunidades para escribir por fin esa historia que daba vueltas en la cabeza sin saber cómo escapar a las palabras, para conocer autores y autoras que sólo esperaríamos durante la Feria Internacional del Libro, se dieron apoyos a la edición independiente. Todo eso, durante un año, significó un impulso que inyectó de vitalidad a todas las personas que se relacionan con el libro de alguna manera: desde quienes los crean y los editan, hasta quienes los venden, los promueven, los leen y los atesoran. Lo que más sorprendió de ese cartel de actividades en distintos puntos de la ciudad es que nos soprendimos, pero luego recordamos, que Guadalajara siempre ha sido una capital importante del libro, aunque a las instituciones de cultura se les olvide de repente.

Después de los actos protocolarios, las fotos para los periódicos y redes sociales, los carteles que muchas veces cambiaron en último minuto y un equipo detrás que tuvo que inventar más horas al día para cumplir a pesar de una logística accidentada, la ciudad sigue manteniendo su pasión lectora. Los clubes de lectura continúan apareciendo en redes sociales, en las cocheras de las casas, los salones de la escuelas y las bibliotecas públicas. Se siguen creando ciclos de charlas con autores relevantes, con historias que le hablan directamente a la gente que se acerca a las convocatorias que no siempre llegan de los canales oficiales del gobierno. También tenemos la oportunidad de hacernos preguntas que ayuden a mantener vigente y fortalecer al hilo invisible: ¿habrá una mejor conexión entre las necesidades culturales de los habitantes y lo que el gobierno puede hacer para satisfacerlas? ¿Los espacios públicos seguirán disponibles para las iniciativas de los más jóvenes que quieren algo más que una actividad de manteles largos? ¿Continuarán los esfuerzos para darle a la industria editorial el impulso que necesita para que la cadena no se rompa en ninguno de sus procesos?

Mientras tanto, si es cierto que no existe algo más allá de la muerte, nos seguiremos encontrando leyendo, a pesar de que el calor abrazador, las pandemias o las guerras que vienen intenten transformando en cenizas.

Nota: Este texto aparece, junto a otros, en el libro Guadalajara, Capital mundial del libro, editado por el Gobierno de Guadalajara y Cal y Arena.

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Abril Posas

Escribo. Tengo gatos. Amo el queso. Tengo un curso en Domestika.