El cuarto muro y la empatía: Fleabag somos todas
¿Alguna vez les ha ocurrido que no se enteran de algo que, después descubren, está en boca de todos? Incluso en esta época llena de información — en la que podemos, si nos esforzamos, recortar el ruido para solamente escuchar lo que nos hace sentir bien — a veces hay huecos de mensajes. Y a veces, cuando por fin nos llegan, no los entendemos porque nos perdimos el contexto. Ejemplo: el discurso del privilegio, ese que muchos de los privilegiados no comprendemos del todo, pero de todas formas nos gusta aventar argumentos, muy equivocados, en contra, a la defensiva.
El mensaje tardado me llegó con Fleabag, una serie que nació como monólogo de teatro y luego se transformó en una pieza clave de la televisión actual. Con sus plataformas de streaming y ausencia de cortes comerciales. También fue el trabajo por el que el talento de Phoebe Waller-Bridge explotó: escritora, creadora, actriz y hasta directora, antes de los aplausos recibidos por Killing Eve (que acá no se ve en Prime Video, como Fleabag, sino en Paramount Channel), puso muy en claro lo que puede lograr con la historia de una inglesa treintañera que dice exactamente lo que está pensando, lo cual le ocasiona más que incomodidad con los que le rodean. Waller-Bridge utiliza una herramienta, en apariencia sencilla, para que el espectador se adentre en su vida: romper el cuarto muro. Ya saben, eso que pasa cuando el personaje toma una pausa en su diálogo o acción para mirar directo a la cámara y compartirnos algo que los demás, que están en la escena, no se dan cuenta. Como Francis, en House of Cards, aunque con distintos resultados. Y en esas diferencias radica la maravilla en que ella la use.
A diferencia de Francis, Fleabag no nos habla directamente porque quiera compartirnos que todos a su alrededor son unos imbéciles que no sospechan lo que está por caerles en cima. Lo hace porque no tiene con quién más hablar. Mientras nos permite acompañarla en su día a día, también nos deja, quizá de manera reacia, averiguar qué es lo que la ha llevado a ese instante en que nos aprendimos su apodo — jamás nos dice ella, ni nadie más, su nombre de pila — : dónde está su mejor amiga, qué es lo que causa que no se lleve bien con su madrina, quién es su cuñado, cómo es la relación con su hermana. Y, sinceramente, en muchas ocasiones entiendes muy bien algunas de las razones que hacen que su padre sea un poco distante, que su pareja no esté a gusto con ella, que la veamos buscando consuelo donde no hay nada. Es cierto que desde el principio pone muy claro que no es una buena feminista, que es imprudente, que no puede dejar de pensar en el sexo. Sin embargo, las verdaderas confesiones, las que ella misma deberá decir conforme aprende a reconocerlas, las aprendemos por otros detalles.
Con Francis Underwood nos metimos en el mundo de la política, en donde él mismo es un sanguinario que se siente orgulloso de sus intrigas, sus conquistas, sus vencidos. Lo vemos actuar de manera sucia y, a pesar de que no le aplaudimos — los que no somos sociópatas, al menos — , los disfrutamos porque es un político, y esos ya sabemos que están muertos y corrompidos por dentro. Arbolito o no en su logo, adentrarte en ese mundo es como venderle tu alma al diablo, por lo que cada jugada sucia de Francis nos provoca un «ESTE MAN HIJODESUPUTAMADRE» y seguimos con nuestras aburridas vidas, agradecidos por no tener un amigo/ser como esa escoria. Pero con Fleabag, es distinto. Lo es. Para empezar, es una persona que se parece a alguien cercano a nosotros. Quizá demasiado. Y es ahí cuando nos sentimos un poquito raros. Ella dice en voz alta lo que hubiéramos dicho, si tuviéramos huevos. Hace lo que no nos atrevemos. Pide prestado más seguido de lo que estamos cómodos en pedir. No tiene problemas en admitir que el sexo es una adicción, a la que le gusta caer sin remordimientos. Que el sacerdote que casará a su padre es muy atractivo. «So hot», dice. Y en el fondo sabemos que si no estuviera en la pantalla de nuestra computadora (o SmartTv, váyanse al diablo con su poder adquisitivo superior), no la soportaríamos. ¡Qué bueno que los capítulos duran sólo 20 y tantos minutos! ¡Bendita tradición inglesa de no extender a la naúsea una temporada (24 capítulos, porque capitalismo. ¿Capitulismo?)!
Esta sensación no es duradera. Cuando llegamos a la segunda — y, aparentemente, final — temporada, Fleabag ya es nuestra amiga. Y queremos que se coja al sacerdote. Y que le calle la boca a la madrina. Y que convenza a su hermana de ser feliz. Pero, sobre todo, queremos que ella misma se perdone. Que ese terrible pecado que cometió deje de perseguirla cuando está sola o rodeada de silencio. Que ella encuentre la salida, porque ya nos han dicho muchas veces que la redención no está tan cerca, sobre todo si eres mujer y no eres delgada, madre, casada, exitosa en tu trabajo, devota de tu familia, organizada, perfecta, impoluta, virgen, sin pecado concebida.
La misma Waller-Bridge lo dijo: la dejo hacer y decir lo que yo misma no me atrevo, estoy aprendiendo con ella a hacerlo más seguido, a sentirme más libre. Romper el cuarto muro fue la manera perfecta, en esta historia que Phoebe nos ha compartido, para meternos hasta la nariz en las decisiones de una mujer que no es perfecta y que se parece tanto a alguien cercana. A nuestra hermana. A nuestra tía. A nuestra amiga, la complicada, la que siempre tiene problemas, la que no sabe qué hacer con su vida. A nosotras, que nunca nos damos oportunidad de equivocarnos y levantarnos para intentarlo de nuevo, porque nos convencieron de que después de la adolescencia no hay espacio para los errores. Por eso vemos de pronto a tanta chica diciendo, como si fuera estudiante de primer semestre de letras que grita como loca que «Todas somos La Maga», que «Todas somos Fleabag». Porque lo somos, pues.
La empatía más difícil es la que tenemos que hacer con los que se parecen a nosotros mismos. Y Fleabag hizo con el cuarto muro lo que no queríamos, pero necesitábamos hacer: perdonarnos por una semana más de malas decisiones, mientras nos coloreamos los labios con el labial más rojo que tenemos a la mano.