Las horas muertas 1: Punto de vista de escritora
Existen muchos pretextos para no escribir. Y algunos de esos argumentos pueden ser muy convincentes. Por ejemplo, es el favorito por siglos: ya todo está dicho. No hay más de qué hablar, el tiempo es un círculo, lo que te dolió a ti le dolió a miles de personas antes de que nacieras y seguramente lo explicaron mucho mejor. Vas a una librería, la más genérica, comercial y cliché, y encuentras al menos 40 páginas, en 40 ejemplares distintos, más emocionantes que lo que tienes en tus cuadernos.
Así que podríamos quedarnos ahí y seguir con nuestras vidas.
Pero siempre estamos los más necios, que queremos aunque sentimos que no podemos. ¿De dónde viene esa incapacidad? Citando al gran pensador Chandler Bing “Oh, mejor no abramos esa puerta” y decidamos cómo comenzar a llenar una maldita página, aunque sea.
Ya tengo un curso en Doméstika, que pensé que podría funcionarle a personas que ya tienen una historia y quieren descubrir si tiene potencial para novela o cuento. Hace unos meses una amiga me pidió empezar uno sólo entre nosotras, por lo que me puse a pensar en cómo iniciar una disciplina de escritura, más allá de la construcción de un proyecto de libro. Porque escribir diario no es algo tan natural como nos han hecho pensar, aunque nos hormigueen las falanges.
Tengo un consejo que puede funcionar. La versión corta es intentar ser más como Clarice Lispector, Leila Guerrero o Abril Castillo. Voilà. Fin. Nos leemos luego.
La versión larga es tomar como mantra el título del libro de Castillo, porque se repite en el de sus otras dos colegas: [leí, vi, recordé], de editorial Alacraña.
Es una bitácora que la autora llevó durante el 2020 en una agenda color naranja de Pantone, imitando un ejercicio que su abuelo realizó desde 1963 hasta mayo de 2001. En él, podemos conocer lo que Abril registró a partir de la quinta semana del año hasta la 32, que recuerda a las 52 Weeks of Writing que también ha promovido y que muchos hemos intentado imitar, aunque fallemos estrepitosamente. Quizá el leí, vi, recordé es más amable con las memorias más dispersas.
Lo curioso de que agarrar un libro que ya leíste te activa otros en los que no habías pensado recientemente. Cuando elegí este libro para compartirle algunos pasajes a mi amiga para animarla a hacer lo mismo, retomé a Leila Guerrero y su Teoría de la gravedad (de Libros del Asteroide), uno de los mejores regalos que me han dado, porque la prosa de esta argentina invita a intentar seguirla en sus relatos de la vida cotidiana —quizá no tanto, pero sí terrenal, ha ocurrido aquí al mismo tiempo que los demás nos debatíamos en otras cosas o en nada en absoluto— en distintos escenarios,
pero que de pronto me parecieron como resultados del ejercicio de Castillo, porque en casi todos los textos que se incluyen en la compilación de la que hablo existe el ejercicio de explicar lo que leyó, lo que vio y lo que recordó (más lo que escuchó, lo que anotó, lo que comió).
Que puede ser absolutamente devastadora, ya es otra cosa. Sin embargo eso empieza en algún lado, y una bitácora ayuda a encontrar las cosas a las que podemos encontrarle un significado particular, una importancia que a veces no entendemos pero sí reconocemos, porque entonces ¿por qué la recordamos tan vívidamente o la pensamos en ese instante? No me gustaría que esto se convirtiera en un método para interpretar sueños o traumas que “toca sanar”
sino más bien claves de lo que nos obsesiona. Porque de eso es lo que podemos escribir, es de lo que vale la pena escribir.
Y por eso finalizamos con mi amiga personal Clarice Lispector, señora copetona y guapa, vanidosa y que seguramente hubiera sido compa de mi madre y la hubiera saludado con mucho entusiasmo antes de irme a dormir cuando fuera a las fiestas que a veces hacían mis padres. En Revelación de un mundo (de Adriana Hidalgo) conocí una selección de las columnas sabatinas que publicó en el Jornal do Brasil, entre 1967 y 1973.
Ahí, Lispector compartió con los lectores lo que pensaba sobre eventos relevantes, pero sobre todo lo que ocurría en sus dominios, en su hogar, muchas veces con un lenguaje que luego olvidamos que, si lo combinamos bien, puede convertir una escena mundana en, precisamente, una revelación.
Lo que más me gusta de ella es que es capaz de crear belleza y hasta esperanza, sin caer en discursos mágicos u optimistas. Es más, tiene algunos más bien cínicos, realistas, rayando en un pesimismo que casi cae en la etiqueta de derrotista. Pero es divertido imaginarla que lo escribe mientras le da una calada a un cigarro que sostiene entre dos dedos, perfectamente engalados por un manicure intacto, mientras mira hacia la ventana cómodamente sentada en un sillón comodísimo.
Creo que estos son 3 niveles de escritura que bien parten de la misma base: poner atención a lo que está alrededor y luego convertirlo en algo que otra persona no haría. Es el punto de vista de la escritora, y si seguimos la rutina que el abuelo de Abril Castillo convirtió en libro, dentro de poco no va a ser necesario recordarnos que hay que registrarlo, porque ya lo estaremos usando para el texto que escribiremos en unos minutos más adelante.
Por cierto, ¿notaron que las portadas de los tres libros tienen un tono de naranja? Me encantan las coinciencias que a veces no significan nada.
Nota: Si lo implementan, me avisan cómo les va.