Las horas muertas 2: Escribirle a quien mejor conoces
Dice el adagio que hay que escribir de lo que sabes. Y es uno de los primeros consejos que cualquier tallerista le dará a alguien que todavía siente algo de timidez con esto de la escritura. ¿Pero de qué realmente sabe una, así en serio, que puede justificar ante los demás? Yo podría decir que las temporadas 1 a la 9 de Los Simpsons.
O sobre Seinfeld, Community, Brooklyn 99.
Alguien más sabrá cosas más útiles: sobre su profesión, cómo sembrar tomate cherry, dónde se encuentran los mejores hongos con las lluvias de agosto, por qué antes se decía “fermosa” y ahora “hermosa”. La cantidad de obsesiones a las que nos aferramos son tan numerosas como variadas, y pueden servir para variar cuando es momento de escribir una historia, no sólo para quedar como la rara de la fiesta que insiste en hablar de la manera en que los guionistas llegaron a construir un Homero independiente de su cerebro que mantenía conversaciones con él para negociar acciones (“Tú firmas ese cheque y yo libero endorfinas”, le dice cuando quiere que se olvide de la elevada cuenta del teléfono, porque qué tal si era su culpa y no lo recordaba) o que actuaba a sus espaldas.
Sin embargo, hay algo que cada quien conoce mejor que el resto y tal vez ni siquiera es por gusto, sino por una situación que podría describirse como de secuestro. Tal vez un síndrome de Estocolmo, si resulta que el o la degenerada dice que le encanta su situación. Hablo, claro está, de una misma, de su yo, el tema que tiene en sus manos desde el primer momento en que tuvo conciencia y comenzó a preguntarse el mundo.
Todo lo hemos visto desde nuestro punto de vista, sabemos lo que en verdad pensamos cuando decimos “No te preocupes, amix, a cualquiera le pasa” y, lo más curioso, nos acordamos —mientras las neuronas lo permiten— de nuestras distintas versiones a lo largo de los años. Es cierto que no siempre de manera fiel, pero es un recuerdo al que podemos regresar y por el que solemos hacer una pequeña recuperación de testimonios de la gente que nos vio sobrevivir una etapa en particular.
Así que hay que usar en algo todo ese bagaje que tenemos sobre los hombros para dibujar un personaje al que podemos construir con bases sólidas, porque todavía nos duele de tanto cargarlas, a esas pinches bases. Pongo de ejemplo escribir una carta a una versión joven de mí misma, la morrita mamona que se creía muy alternativa, aprovechando que me acordé mucho de ella mientras estaba en el concierto que Solowdive dio la noche del 8 de noviembre de 2024, en el C4 de Guadalajara.
Querida Abril:
seguro estás leyendo esta carta con el corazón acelerado, porque nadie nunca debería recibir información del futuro, como bien lo aprendiste ya en películas clásicas de Cine Permanencia Voluntaria de Canal 5. Así que espero que esto que te escribo no vaya a romper algo importante en el continuo del espacio-tiempo. Es 2024 y ya cumplimos 42 años. Por cierto, tengo que interrumpirme para que te quede claro: no, todavía no existen los autos voladores. Lo siento, también ha sido una decepción para mí, aunque he de advertirte que este será el último de tus problemas, lo único que dejará de importarte a medida que vayas creciendo y que conozcas lo que es perder tanto en el camino. No tiene caso que te adelante nada, porque nada te prepara, pero creéme, si dentro de tus brazos sientes un cosquilleo en este momento, es que tienes que abrazar más a la gente que está contigo.
La verdadera razón por la que quise escribirte esta carta es que te tengo una buena noticia. Muchas de las cosas que has planeado hacer antes de llegar a mi edad (que tampoco esperabas alcanzar, seamos honestas) no las vas a lograr. Es más, ni siquiera las vas a buscar. No aprenderás a tocar el violín, ni irás al Cervantino a tocar en las calles para vivir de las propinas que la gente te dé generosamente (qué hippie eres, me cae), ni vas a ser parte de una banda de rock alternativo ni vas a tener un departamento propio antes de cumplir 30. Sí vas a tener uno o dos gatos a tu lado y sí aprenderás a andar en bicicleta. ¿Cómo? De la peor manera posible: gracias a un imbécil de pantalones apretados que, aunque tú digas que no, se aprovechará de esa baja autoestima que necesitas reparar cuanto antes porque ya no soporto ser esta adolescente geriátrica que sigue odiando su cuerpo. No deberías odiar el tuyo, ya que en esas estamos, porque lo extrañarás y descubrirás que nunca tuvo nada de malo. En fin, ¿te digo la buena noticia? Todavía existen razones para ser feliz a medida que envejeces, y una de esas es ver a una de tus bandas favoritas en vivo, en la ciudad donde vives, junto a una de tus grandes amigas.
Vas a ver a Slowdive un viernes de noviembre mientras llevas unas botas Dr. Martens originales (YA SÉ) y una chamarra demasiado caliente para este otoño de calentamiento global, y vas a llorar cuando escuches los primeros acordes de “Alison”. A tu alrededor, miles de cuarentones como tú van a comenzar a corear “Listen close and don’t be stoned / I’ll be here in the morning” y a ti se te va a cerrar la garganta y está bien, ¿sabes por qué? Porque creciste para ser una chillona profesional, nunca se te va a quitar, sino que las hormonas van a empeorar todo porque siempre es así. Pero vas a ser feliz por momentos como este, que a veces duran apenas dos horas —Slowdive tiene cuatro discos apenas—, que son espectaculares y a veces los vas a compartir con alguien y en otras serán nada más para ti.
Lo único que vas a cumplir, para esta fecha al menos, es escribir. Supongo que no va a ser tan malo cuando recuerdes tus planes y decidas escribirte una carta a tu yo adolescente para intentar disuadir a otra gente para que también se anime a redactar unas líneas. Adiós y hasta pronto. PD: no vayas a tirar tus casetes, están de moda otra vez.
Acá la intención era dibujar quién era esa Abril de 17 años con algunas líneas, porque somos muy pinches cercanas y la conozco a la perfección. Aun así, el dibujo está trazado, y aunque le faltan todavía las sombras y contraluces, ya se adivina un poco a quién le estoy hablando. Hay grandes ejemplos de libros en forma epistolar que utilizan el medio para ir entregando aspectos de la trama en una carta, una bitácora o un diario, como Drácula, o algunos textos de Poe y Lovecraft. ¿Por qué recuerdo sólo ejemplos de terror? Ah, los misterios de la vida…
Si ustedes le escriben carta a su yo de su pasado, y no les da pena, compártanla.