Las horas muertas 3: La verdadera literatura

Abril Posas
5 min readJan 6, 2025

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Después de un mes de no poner nada acá (culpemos a la FIL, a las fiestas de fin de año, a la noche, a la lluvia…) quise venir a decir algo que, pensaba yo, era algo muy obvio y hasta aceptado por la mayoría de la crítica, las personas lectoras y quienes escriben. Hasta que recordé que hay caricaturas como Christopher Domínguez, a quien le incomodó el uso de lenguaje soez en la prosa de Fernanda Melchor, o la legión de detractores de Dahlia de la Cerda porque sus personajes hablan, estoy parafraseando, como si estuvieran en TikTok.

Supongo que es porque no todas las personas que escribimos tenemos el mismo origen, y muchas no nos pusimos como meta convertirnos en lumbreras de eso que algunos llaman “lenguaje culto” porque, maldita sea, un libro nos enseñó que eso no es requisito para construir universos literarios. Pero también nos pasó que reconocemos que las posibilidades de cualquier texto empiezan en la manera con la que aprovecha el lenguaje, y este es un ser vivo que se adapta al entorno, la gente y el tiempo en que está en uso. Si ya todo se ha contado, entonces nos enfocamos en cómo hacerlo para que se sienta como un nuevo viaje, al menos para quien toma el libro y descubre que es posible crear una novela entrañable a partir de los gustos musicales y las relaciones que nos rompieron el corazón, en donde reconoces las referencias culturales porque son aquellas que acabas de ver o escuchar, como me pasó con Alta fidelidad (Nick Hornby).

Me voy a atrever a hacer una generalización porque eso que una vez descubrí con entusiasmo le ha ocurrido a otros escritores y escritoras de diferentes generaciones, que hablan de temas bien distintos entre sí: así como no existen temas prohibidos para la escritura, tampoco existen ataduras para el tipo de lenguaje.

Lo vimos con José Agustín (RIP) y es una constante que está viva desde que alguien se puso a contar historias a otro que tuvo la paciencia para escucharle. ¿Desde dónde se construyen los discursos, los monólogos, los diálogos y las descripciones que sostienen un cuento, una novela, una obra de teatro o un poema? Todo lo que la gente podemos crear no surge sólo del éter de la imaginación o de ese topus uranus del que hablaba Platón. La forma en que habla Johnny (“Esto ya lo toqué mañana, es horrible, Miles, esto ya lo toqué mañana”), o las palabrotas de Holden en El guardián entre el centeno que no son más que las que usaban los adolescentes que reflejaba en 1951, cuando se publicó la obra de Salinger, no es más que una de las razones por las que una historia resuena con fuerza entre lectores y lectoras que se reconocen en sus páginas.

Pero es más que eso. Es parte del talento de quien narra: el oído. Un buen oído para recuperar la manera en que habla una persona que vive en una geografía específica, dentro de un círculo social bien delimitado, quizá tanto que muchas veces suena extranjero para quienes no saben nada de ese entorno. Al único al que se le permite eso es a Rulfo, y quizá porque cuenta con el respaldo de estudiosos en todo el mundo que siguen, necios, buscando eso en todo lo que sale de México. Entonces no es que tenga que gustarle a todo mundo una vez que lee un párrafo de, digamos, Temporada de huracanes, y siente repelús porque los personajes son muy malhablados o muy violentos o muy reales. ¿Por qué hay gente que prefiere adentrarse en los recovecos de otros espacios ajenos solamente porque hablan con propiedad o tocan temas universales? La respuesta la hemos tenido siempre, y hay hilos eternos que repiten lo mismo al respecto, a pesar de que quienes defienden las buenas maneras de la literatura ya no saben cómo justificar su desdén. Como si existieran temas restringidos y, por lo tanto, personajes y lenguajes que no tienen que existir en los libros, que ya sabemos no responde a un código real que se ejerce de igual manera con todo. A Bukowski se le aplaudieron sus borrachos bohemios, incapaces de mantener un empleo o una relación amorosa sana, pero a Lucía Berlin se le reprobó que escribiera sobre mujeres alcohólicas que no pueden ser las buenas madres que el mundo espera. Recientemente lo escuché de voz desde dos escritoras que estuvieron en la mesa que arrancó el programa de Latinoamérica Viva (que se lleva a cabo en la FIL de Guadalajara desde 2021), Magalí Etchebarne (escritora argentina que recientemente ganó el Premio Ribera del Duero de Narrativa Breve) y Daniela Catrileo (chilena). Etchebarne dijo que cada libro que descubría de alguna autora que no estaba dentro del H. Cánon de la Literatura Latinoamericana sentía “un alivio y un permiso”, una confirmación de “que las historias que se cuentan con las palabras de las mujeres de mi familia eran legítimas”. Catrileo le hizo segunda, pues al leer a Pedro Lemebel también leía algo cotidiano, “estaba hablando como mis vecinos, con un lenguaje que había estado privado de la literatura”.

En ocasiones la crítica literaria se equivoca —sobre todo si es una que suele reaccionar en redes sociales y no utiliza herramientas de análisis para diseccionar un texto, por muy incómodo que resulte—, y ejemplos hay miles. Para eso sirve el tiempo, para darle la razón o no a los libros que a veces tienen que esperar a que una nueva generación aprenda a leer para encontrar ese ecosistema que lo mantenga vigente. Así que, ¿por qué escribir para que las reseñas sean positivas, complacientes, entusiastas, incluso exageradas, si el siguiente mes las mesas de novedad tendrán otros títulos con los mismos discursos de aprobación? Es decir, ¿en verdad hay que preocuparse mucho por escribir algo que pueda llevar la etiqueta de alta literatura, sea lo que eso signifique?

Yo diría que no vale mucho la pena ese esfuerzo, y que es mejor empezar desde otro punto de partida: eso que nos tiene dando vueltas la cabeza y que no nos deja concentrarnos en lo demás. ¿Valdrá la pena? Eso ya es otro proceso de la creación, y pronto nos damos cuenta de que ni depende de nosotros (ni de ustedes, sino de los otros, que van a llegar después).

Por eso el ejercicio de esta ocasión es que escriban de lo que quieran, como quieran. Sigan el ejemplo de las autoras y autores que lo hicieron sin ganas de complacer a nadie —esa podría ser la verdadera literatura— porque los aplausos, si llegan, suelen hacerlo tarde.

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Written by Abril Posas

Escribo. Tengo gatos. Amo el queso. Tengo un curso en Domestika.

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